martes, 14 de febrero de 2012

La perla anhelada


Una historia que escribí
hace diez años, aproximadamente;
viene muy apropiada
para el día especial que es hoy,
sólo que en el terreno de las leyendas
que -sin embargo- abundan sobre el amor.
En todo el mundo,
y no siempre entre dos personas
(si puedo traigo más, de las conocidas).


La pequeña pero alegre compañía de trovadores trashumantes se detuvo ese día en Toulouse cuando se dirigía a Navarra, a mediados de 1150.
El grupo estaba conformado por un violinista nacido en Milán, dos cantantes de Toledo, un aragonés con su laúd (también componía los versos para sus obras); y por Bayazid, de Izmir, quien ayudaba en la composición musical y literaria.
Pero si su actividad parecía acabar allí, no había realmente nada más alejado de la verdad que esto.
Sus compañeros nunca lo habían visto dormir -tal vez lo hacía tres horas durante la noche-; cuando no escribía ni creaba melodías nuevas visitaba a diversos artistas pictóricos o músicos, recorría las iglesias más antiguas y las más modernas o hablaba lo mismo con médicos y alquimistas que con iluminadores, comerciantes u otros juglares.
Quienes lo acompañaban le creían capaz de estar en dos lugares a la vez. Si se alejaba de ellos por varios días, cuando se reunía con sus amigos traía siempre alguna noticia curiosa de algo ocurrido en algún lugar tan lejano a Granada como Esmirna (su propia tierra de origen), el Imperio Seldyúcida o las costas donde vivían los lituanos.

Fue en uno de estos viajes donde encontró a su perla soñada, la que faltaba en el tesoro de sus días.
Mumtaz se había empobrecido, pero era hija de un gobernante indio al cual habían logrado destituir; ella y algunos familiares sobrevivieron, pero tuvieron que dispersarse y posteriormente un hermano la acompañó con muchas penurias, del país de los Brahmanes a la ciudad de Damasco.
Bayazid halló su domicilio y no tardó en componerle versos que luego iba a entonar bajo su balcón, ubicado dos pisos más arriba.
Cuando unos ojos oscuros y tímidos atisbaban desde la ventana, apenas visibles por la cortina, él sentía que podía soñar tres días seguidos, o se imaginaba soñando en ese instante, o bien que en esa habitación ardían un par de estrellas.

"Yo, que sabía cantar,
una canción estoy viendo...
Yo que compuse mil trovas
hoy veo la poesía,
de dos luceros plateados
allá en tu celosía.

Yo, que sabía reír,
quisiera ver tu sonrisa...
Yo que alegro corazones
puedo ver el regocijo,
brillando como la Luna,
en medio de tus labios.

Ya no volveré a cantar,
a componer o a reír...
Si no me lo da tu amor,
o yo te lo doy a ti..."

Así pasaron más de cuatro días, pero él siempre encontraba a su adorada Mumtaz mirándolo desde la ventana.
Una tarde por fin, antes que Bayazid comenzara a cantar, la mujer india le arrojó un pañuelo perfumado, con un mensaje.
Levantándolo al percibir encantado el aroma oriental, lo atesoró luego de leer el mensaje escrito y le entonó a la joven su canto más sentimental.
Siguiendo las indicaciones, el Trovador volvió esa noche frente a la casa donde se encontraba su anhelada perla.
Tocó en un instrumento de cuerda tres notas -grave, media y aguda-, y ella, que ya había obtenido el visto bueno de su hermano, bajó al encuentro de su enamorado.
-Tengo que darte las gracias, hermosa mía, pues ahora podré volver a creer en los sueños. Sólo te pediré que también tú creas en ellos.
Bayazid la miraba a los ojos -o se miraba en los ojos de ella- mientras los dos hablaban abrazados. Luego la joven india sonrió, colmando aún más el deseo del Trovador.
-Déjame quererte y llamarte mi amada, hermosa mía.
"yo te llevaré lejos de aquí y seremos felices... Pues para nosotros habrá vuelto la edad de oro.
Mumtaz se durmió abrazada a él; Bayazid miró al cielo como buscando la Luna Nueva y la llevó, aún en sus fuertes brazos, para depositarla suavemente en una ladera, al sur de los Pirineos.
Cuando la joven despertó sin ver a nadie sintió temor, a pesar de que en la hierba había un mantel tendido, con comida y bebida abundantes.
Se incorporó llamando al artista venido de Izmir; entonces pudo escuchar la misma voz que la había cautivado allá en Damasco.

Al querer reunirse con su único amor guiándose por el sonido de su canto, vio a Bayazid; pero a Bayazid el Verde, con ojos de fuego; un par de cuernos como el ébano, delgados y similares a los de un toro; aguzadas garras en manos y pies; y sus grandes alas, merced a las cuales la había traído a esa región, para ella desconocida.
El joven Dragón siguió cantando ("Yo, que sabía reír..."), pero Mumtaz se desmayó. Entonces Bayazid se acercó para recostarse a su lado... No podía quitarle la mirada de encima un solo instante.
Sin cambiar su aspecto permaneció junto a la mujer desvanecida.
Casi todos los Dragones eran en esa época, erguidos, cerca de dos metros más altos que una persona, pudiendo estar de pie con dignidad y caminar normalmente; casi todos vivían en la superficie, y de éstos, la mayoría en un lugar poblado, como hombres o mujeres.
El único aspecto común a todos ellos era el de sus colores básicos: verde, azul o rojo, en todas las tonalidades.
En cuanto a los nombres que usaban, siempre eran sacados de los lugares donde tenían su asentamiento: el verdadero, el que tenían casi desde su llegada al mundo, sólo era conocido por su poseedor y por el Padre Dragón.
-No tienes por qué temer nada, princesa mía -le aseguró al verla despertarse igual de asustada. -Y prefiero que me veas desde ahora tal como soy.
Ella retrocedió un poco más; si en la altura no llegaban a ser impresionantes, tampoco eran menos majestuosos y respetables. O temibles si se los provocaba.
-Te ruego que escuches mi historia... -le pidió ahora el autor de versos. -Cuando haya terminado, simplemente acercaré hacia ti mi mano. Si apoyas la tuya sobre la mía, sabré que me has aceptado. Si por el contrario te alejas yo no te detendré, aunque ya no tenga motivos para cantar ni nada nuevo de ti, que pueda llevar conmigo.
"tú puedes quedarte a esa distancia mientras yo te cuento algo de mi vida.

Entonces le habló, entre otras cosas, de su periplo por los distintos reinos de oriente y occidente; su existencia anterior en el mundo subterráneo; el pedido al Padre de su Clan para que le permitiera mostrarse ante ella tal cual era; y cómo había encontrado a los otros trovadores de su grupo.
La noble india aún estaba allí, pero él extendió su brazo lentamente, sin atreverse a mirar.

Pasaron varios minutos en los cuales Bayazid seguía con los ojos cerrados hasta que pudo sentir los dedos de Mumtaz rozando el dorso de su mano.
El enamorado Dragón Trovador pasó así de la incertidumbre a la euforia interna; sonreía.
-¡Gracias por aceptarme, hermosa mía! -repitió. -¡Déjame quererte y llamarte mi amada, para que pueda soñar y hacerlo sólo contigo!
Pero continuaba en su sitio, como si temiera volver a asustarla al acercársele... La joven dio entonces un paso hacia él y le acarició lentamente la mejilla, mirándolo ahora a los ojos.
Mumtaz se dio cuenta de que lo miraba tal como él lo había hecho mientras hablaban juntos una hora antes; y acercándose más, lo besó por primera vez abrazada a su largo cuello. Luego unas alas la protegieron de una repentina ráfaga de soledad.
-Hasta este momento -le dijo el Dragón poco después-, tú me tenías en tus sueños; ahora yo te llevo en los míos.
"puedo cumplir tus deseos más extraños, llevarte a sitios que hasta yo desconozco y pasar contigo una eternidad de horas felices, siempre que creas en mí.

La Luna Nueva empezaba a perderse tras el horizonte cuando Mumtaz disfrutaba de su paseo nupcial sobre la espalda de Bayazid el Verde, cuyas escamas resplandecían como esmeraldas por un Sol que aún no llegaba a iluminar la parte oriental de Aragón.